Una pintura, una escultura, una canción, un poema, un cuento.. nunca se
terminan: se abandonan. Así dijo alguna vez García Márquez que mucho
antes había dicho un griego de cuyo nombre no puedo acordarme. Y estoy de
acuerdo, desde la más sublime OBRA DE ARTE hasta esos «hechos
artísticos» de entrecasa, jamás se terminan si el autor no decreta que
así sea. El The End es un acto voluntario, intencional, una decisión
que debe tomarse si no se quiere vivir pintando sobre lo pintado,
retocando formas en la piedra, cambiando acordes o corrigiendo frases.
Yo decidí que este cuento esté terminado, me dije «basta boludo.. si no
te da el cuero para más, dejálo así y al carajo». Soy consciente de que,
como a todo escribidor, me resulta difícil evadir esa manía propia del «oficio»: no puedo evitar tiempo después corregir incontables veces lo
antes escrito. Pero me rebelé con éste cuento, que defino como «terminado inconcluso» y.. es lo que hay.
DETRÁS DE LA PUERTA
«Tengo miedo, angustia y miedo», me dijo Leonor aquella noche de domingo en el Parque Lezama. «No sé qué será de ellos cuando entren las máquinas..» Traté de explicarle una vez más que no había alternativas, que era inútil preocuparse, y como siempre pareció no querer entender: «sí, ya sé, pero..»
Había llovido fuerte. La luna proyectaba claroscuros en los charcos, las acacias semejaban presencias inquietantes en la bruma. Caminamos más de una hora sin salir del parque desierto. No había otro tema posible: sólo la puerta, ellos y la demolición. Al final, tras escuchar con atención sus lógicas razones, comprendí que lo de Leonor no era sólo preocupación, sino verdadero temor, y lo sentí también: un escalofrío me recorrió la espalda. En ese momento supe que estábamos atrapados para siempre.
La vieja casona de la calle Herrera había pertenecido a la familia de Leonor desde fines del siglo XIX, cuando el bisabuelo Arturo cobró unos buenos pesos por servir a la patria, y pudo comprarla. Ahora, sin más explicaciones que un lacónico discurso del intendente de la ciudad hablando del sacrificio de algunos en pos del progreso del municipio, se anunciaba la demolición de veinte manzanas para dar paso a la moderna autopista que dejaría sin casa a muchas familias. «El viejo Arturo no podrá soportar esto, seguro que se mete un tiro en el paladar», pensó Leonor en voz alta. «¿No es eso lo que hizo hace sesenta años?», pregunté extrañado. «Sí, pero lo hizo por cuestiones de honor», respondió Leonor, y cambió de tema. Hasta donde yo sabía, el viejo se suicidó sin motivos: en lo que pareció un simple rapto de locura, salió al balcón vistiendo su vieja chaqueta de coronel y gritó «¡viva la patria carajo, esta me la pagan, maricones hijos de puta!». Llevaba la escopeta cargada, tal vez con intenciones de disparar al aire para hacerse notar, y nunca se llegó a saber el motivo de su enojo: cuando descubrió que estaba en calzoncillos, se metió la punta del caño en la boca y tiró del gatillo.
Era tarde. Acompañé a Leonor hasta la casa, pero no entré. Tras seis años juntos, nuestra comunión era sincera y profunda. Nos queríamos, entre nosotros no había secretos ni zonas oscuras.. o eso creía yo.
Leonor vivía con su madre viuda y sus dos hermanos. La casa era demasiado grande para tan pocos habitantes, por lo que la expropiación parecía más una solución que un problema para ellos. Pero.. ¿qué pasaría con los del otro lado? Eso sí era un problema. Y aunque en todo caso no era ella quien debía resolverlo, resultaba más que entendible su inquietud: ¿quién podía saber qué harían esos seres impredecibles?
La mañana siguiente fue agitada. Cerca de las diez Leonor me llamó a la oficina y me pidió que fuera, «te necesitamos, en la casa hay un revuelo infernal, el tío Elvio se murió otra vez, lo de siempre, un ataque de asma mientras tocaba el trombón». Pedí permiso a mi jefe y salí. En el taxi fui repasando mentalmente la escena que, por repetida, ya me resultaba familiar. Nada grave: al viejo se le iba la mano con la grapa, perdía el spray de salbutamol, y terminaba dejando la vida en un soplido. Pero el caos que se generaba era demasiado para Leonor, que en situaciones así necesitaba mi contención para sobreponerse.
La puerta era de cedro, maciza y con picaporte de bronce. Estaba al final de un pasillo largo, a la salida del comedor principal, y no parecía ocultar nada anormal. De hecho, cualquier visitante ocasional que la abriera sólo vería un oscuro y húmedo cuarto deshabitado, depósito de algunos viejos muebles en desuso y trastos comidos por las hormigas, repleto de polvo y telarañas.
La primera vez que entré a la casa, Leonor señaló la puerta y me dijo «ahí no vive nadie, es una especie de desván donde guardamos lo que debiéramos haber tirado hace mucho», y no sentí curiosidad. Fue después de algún tiempo que empecé a experimentar cierta intriga, que terminó transformándose en una inquietante sospecha: era extraño que Leonor entrara con tanta frecuencia a una habitación abandonada en la que no había nada que hacer. Sus respuestas («fui a buscar un libro», «entré a ordenar», «me pareció escuchar ruido de ratas») no me convencían: algo estaba pasando detrás de esa puerta que comenzaba a perturbarme. Además, no era Leonor la única: todos los habitantes de la casa entraban y salían de esa habitación con absoluta naturalidad. Pero algo me decía que no era prudente hacer preguntas al respecto; o que, en todo caso, sería inútil: invariablemente Leonor insistiría con las evasivas. De cualquier manera, no me parecía que valiera la pena darle demasiada importancia al asunto: por ese entonces creía que detrás de la puerta sólo había un cuarto lleno de cachivaches, y que el apego de Leonor a ese sombrío recinto era una manía inofensiva.
Al llegar a la casa aquella mañana encontré el despelote habitual en esos casos. La vieja Justina lloraba a moco tendido mientras Pablo, indolente, desempolvaba las copitas de licor. María de los Milagros le gritaba «¡puta de mierda, mal nacida!» a Josefina la criada, adivinando en sus lágrimas un amor oculto desde siempre, tal vez temiendo que hubiese sido correspondido alguna noche de desvelo en las galerías del fondo, y Nicanor espantaba a los perros, empecinados en orinar las columnas de alpaca sobre las que descansaba el féretro. Era siempre lo mismo, cuando alguno de los del otro lado moría se convulsionaba todo, como si se tratara de algo irreversible. «Extraña conducta la de estos seres», pensé una vez más. Pero a esa altura ya sabía que nada en ellos debía sorprenderme demasiado: su naturaleza los volvía esquivos a cualquier intento de análisis racional que se sostuviera en parámetros sensatos.
Tiempo atrás yo había sido aceptado por toda la familia, con excepción del Coronel Arturo Llanes, que nunca se dejó ver. Creo que no le simpatizaba, aunque Leonor dijera que no debía interpretar esa actitud del viejo como desprecio, porque estaba loco desde aquella mañana aciaga en el balcón, «y los locos, ya se sabe, tienen códigos diferentes».
El gobierno había pagado las casas expropiadas, y los documentos eran claros: el plazo para desocuparlas era de tres meses. Las semanas previas a la mudanza fueron de mucha tensión. Sin embargo detrás de la puerta nada parecía alterarse: la vida normal del otro lado seguía su curso. El ámbito de estos extraños seres permanecía inmutable, como ellos.. Éramos nosotros, Leonor y yo, los desquiciados. La incertidumbre tomaba diferentes formas, casi letales. Por momentos era un nerviosismo extremo, que de pronto se transformaba en pánico, y en cualquier caso la angustia nunca cedía.
Una semana antes de la entrega, aun no teníamos decidido qué hacer. Leonor había pensado algunos desatinos, de los que milagrosamente conseguí hacerla desistir, y entonces los Llanes abandonarían la casa por la puerta de calle, como debía ser, dejando la otra puerta en su lugar, a merced de las topadoras.
Llegó el día. Leonor estaba impávida, no demostraba desesperación mientras los changarines cargaban todo en el camión de la mudanza. Recién cuando vi salir a uno de ellos con la puerta sobre los hombros comprendí todo.
Entré a la casa, fui derecho a la habitación sin puerta, y como lo suponía, sólo encontré estantes desvencijados y telarañas. Ni rastros de esos seres del olvido imposible: al fin y al cabo ellos nunca supieron de la demolición de una casa que hacía mucho que ya no habitaban..
Y también se le da a uno por formular deseos para el futuro, y así pide ingenuamente que haya un poco menos de las dos cosas que nos están matando...
Un poco menos de escasez y un poco menos de abundancia.
Y al final tal vez sea un buen propósito para brindar.
Cap. Nemo