aporte de Dill
A pesar de no estar de acuerdo en todo (soy un fanático de Pat Metheny y no me parece que tenga discos malos ni que sea tan fácil de escuchar para todo el mundo), no puedo dejar de sacarme el sombrero ante el maestro crítico Don Diego Fischerman que escribió esta nota en el suplemento Radar del diario Página/12 del domingo 30 de marzo. Ahí va:
Esto es América
Por Diego Fischerman
Pat Metheny es el músico de jazz más conocido de las últimas décadas. Pero también el más discutido: fue él quien desafió los cánones clásicos introduciendo elementos folklóricos, melodías acusadas de blandas y sociedades musicales poco ortodoxas. Sin embargo, cada uno de sus discos buenos (también están los otros) termina demostrando que tiene razón. Y Day Trip, grabado junto a Christian McBride y Antonio Sánchez, el mejor trío posible de la actualidad, no es la excepción.
Pat Metheny es un blanco fácil. En una época en que el feísmo se ha convertido en sinónimo de pathos y en que la desprolijidad es signo de altura artística, bastan, para la descalificación, la buena técnica, el cuidado de una producción, la búsqueda del equilibrio en un disco o la belleza de su presentación. Metheny reúne en sus buenos discos –también los hay muy malos– cada una de esas características en un grado superlativo. Y, para peor, ostenta otras dos particularidades casi tan malas como ésas: es un melodista y suele rondar elementos estilísticos del folklore norteamericano. Es, en definitiva, un músico blando, apto para la musicalización de documentales sobre la naturaleza o, incluso, de ascensores y bares para jóvenes enriquecidos de vidas tranquilas o psicobolches cacharelizados. Esa es la apariencia –de la cual, es cierto–- pocos pasan. La verdad es otra.
Day Trip, recién publicado localmente, casi al mismo tiempo que en Estados Unidos aunque a un precio notablemente menor, es su primer disco de estudio con el notable trío con el que se viene presentando en vivo, junto al contrabajista Christian McBride y el baterista Antonio Sánchez. Es, desde ya, impecable. Pero, además, es excelente. La interacción entre los tres, los comentarios del contrabajo o la batería a las frases del guitarrista y la manera en que éste toma y reelabora las ideas aportadas por sus compañeros, son para el asombro. Hay exhibición de virtuosismo, es cierto, pero eso, en el jazz, siempre fue un elemento del propio discurso. De lo que se trata es de improvisar al filo de las posibilidades, una especie de equivalente musical de la vida peligrosa, y lo que sucede, simplemente, es que después de por lo menos cincuenta años de canonización, de escuelas de música ultraespecializadas como la Berklee de Boston –donde, de paso, estudió Metheny, y en la que, a partir de ello, uno de sus profesores, Gary Burton, lo incluyó en su grupo–, los límites se han corrido. El límite de las posibilidades, cuando cualquier estudiante puede tocar un solo de Charlie Parker más rápido y con mayor perfección que en el original, es, necesariamente otro. Están, desde ya, quienes construyeron meticulosamente su manera de decir cada vez más con menos elementos (Monk, por ejemplo). Pero también están los otros y no son más ajenos al género que los primeros.
Uno de los mitos del jazz atribuye a los negros una visceralidad ausente en el estilo de los blancos. La vulgata, crecida en escuchas apresuradas y poco atentas, llevó a una rápida identificación de –nuevamente– la desprolijidad con la urgencia expresiva y, obviamente, de lo contrario: la minuciosidad con la falta de trascendencia. Abundan, en el jazz, los negros minuciosos –John Lewis, por ejemplo, que, además, era inmensamente ascético– y los blancos desmañados (que la impericia de Chet Baker se manifestara con un sonido suave no la hace menos ruda). Poco tiene que ver el color con la expresividad. Y poco tiene que ver, también, el cuidado de la forma con la falta de calidad del contenido. La música de Metheny acarrea una paradoja que, en muchos aspectos, va en sentido absolutamente contrario a lo habitual. Debe haber pocas músicas cuya escucha resulte tan fácil (por lo menos en una primera aproximación). Y, no obstante, es, tal vez, una de las músicas más complejas en circulación, dentro de las que provienen de tradiciones populares. Nacido en Missouri, Metheny fue partenaire de Ornette Coleman, Jim Hall, Herbie Hancock, Charlie Haden, Roy Haynes y Dewey Redman, entre otros próceres del jazz. También fue compañero del bajista Jaco Pastorius en su primer trío y como parte del grupo de Joni Mitchell. Tocó con Milton Nascimento y con David Bowie (en la fantástica “This is not America”, compuesta para el film The Falcon and the Snowman de John Schlesinger). Goza del raro privilegio de que Steve Reich haya escrito para él, y de que Luciano Berio, en una inusual mirada sobre el jazz y alrededores, lo señalara, a mediados de los ’80, como “el músico más importante del momento”. Sus aportes, aun si se consideran algunos discos con su grupo como francamente menores, son innegables. En 1980 crispó al mundo del jazz con el americanísimo American Garage y la revista Down Beat publicó cartas de lectores, en contra y en encendida defensa, durante casi un año a partir de su edición. Incorporó al universo del jazz un cierto brasilerismo en el ritmo, un melodismo proveniente del pop, una manera de huir de las escalas estandarizadas y de improvisar angularmente, un concepto de ajuste grupal derivado del mejor rock y cierta funcionalidad de la guitarra rítmica venida desde los Apalaches. El garage americano de Metheny jugaba con mucho del moderno folklore norteamericano, incluyendo la música siempre un poco anónima de las radios FM y el jazz impersonal que la televisión y cierto cine industrial suelen usar como ambientación estandarizada. Los materiales incluían un cúmulo de fuentes poco prestigiosas para el aristocrático jazz neoyorquino. Eventualmente, allí cabían todas las músicas reales del imaginario estadounidense y no sólo las aprobadas por la academia (una academia distinta de la clásica, pero academia al fin). El camino de Metheny es tan complejo y múltiple como su propia música. Si por un lado ha derribado varias de las fronteras edificadas entre el jazz y otros géneros, por el otro es el músico de su generación –cumplirá 53 años en agosto– más respetado por sus maestros y predecesores y, tal vez, si se tienen en cuenta los proyectos en los que ha incluido a muchos de ellos, quien más los respeta. Es, también, uno de los que más ha tocado con contemporáneos, empezando por sus colegas guitarristas –Scofield, Frisell– y llegando a la última nueva estrella del piano, el intelectual Brad Mehldau, con quien toca en dúo y en cuarteto. Sus tríos siempre tuvieron que ver con el lado más improvisado –y, sí, salvaje– de la cosa. Con Pastorius y Moses, con Haden y Higgins –la versión más Ornetteana del formato–, con Holland y Haynes o, más recientemente, con Grenadier y Stewart, es donde siempre tuvo un mayor lugar el lucimiento individual. La nueva fórmula –con un McBride de afinación, fraseo e imaginación paralizantes, y un Sánchez de precisión pasmosa– es, tal vez, la mejor expresión posible de ese concepto. Quienes no gustan del sonido de la guitarra sintetizada que Metheny se empeña en utilizar siempre un poco, deberán pasarlo por alto para disfrutar el semi-reggae “Calvin’s Keys”. Y si la bella balada “Is this America (Katrina 2005)” parece tener poco que ver con el drama invocado en el título, habrá que conformarse con el hecho nada menor de que se trata, precisamente, de una bella balada. Day Trip es, en todo caso, nada más que un soberbio disco de uno de los mejores tríos que puedan imaginarse en este momento.