..QUE HOY SEA AYER SIN MAÑANA

viernes, 20 de julio de 2007

FRAGMENTOS UNO (2003/2004)

Algunos dicen que Dios está en todas partes… Otros dicen que no existe (y es como decir que no está en ningún lugar). Yo no se mucho al respecto: sólo creo que no está en este blog...
Gus


FRAGMENTOS UNO

..y con respecto a Dios... lo único que puedo decir es que la realidad que me toca, para bien o/y para mal, me demanda vivir con los pies sobre la tierra, y... en el cielo las estrellas. Si nunca pude ver a Dios cuando era pendejo, no creo que pueda llegar a verlo ahora que estoy medio viejo, ahora que tengo que usar anteojos para leer (porque necesito leer), pero no quiero forzar la vista tratando en vano de ver lo invisible allá a lo lejos, porque no tengo tiempo de más, estoy muy ocupado sufriendo y procurando el pan nuestro de cada día…

A veces me gustan cosas que hace algunos años no me hubiera gustado que me gustaran, y seguramente no me habría permitido disfrutarlas. Hoy me permito todo, o casi, porque es una cuestión de gusto, y porque logré desactivar esa siniestra herramienta de autocensura a la que estúpidamente le rendía cuentas. Hablo de música, pero creo que vale para todo. Vivimos rodeados de cosas que nos gustan y cosas que no nos gustan. Te gusta una mujer, ¿tiene sentido analizar si te gusta porque es linda, por su mirada, por su olor, o por qué carajo? Uno escucha una canción, mira una pintura, prueba un sabor, y lo instantáneo es que pasa algo o no pasa nada. Supongo que no interviene el pensamiento (o no debiera intervenir demasiado). Después empiezan a jugar otros factores, que sí provienen del pensamiento: los juicios y los prejuicios, cagadas que te pueden llevar a desechar algo que te había tocado en el flash inicial (“no, esto es una mierda, no me puede gustar, no me tiene que gustar”), y te lo perdés. A esta altura de mi vida tengo bien asumido que soy (y siempre fui) menos que mi reputación, y no voy a permitir que esa reputación (que nunca me dio nada) hoy me prive de algún disfrute posible.

Esto (¿o debiera decir “aquello”?) de escribir... en mi vida empezó como un juego (jugar con las palabras para decir cosas de la mejor manera posible), y terminó siendo una adicción: cualquier pensamiento me parecía incompleto si no lo plasmaba en un papel, no podía ver un pájaro libre sin que me venciera la tentación de encerrarlo en una jaula. Era al pedo, todo al pedo: al pedo pensar, y más al pedo aún escribir... horas y horas de mi tiempo desvividas escribiendo estupideces. Si eso que escribía nunca sirvió para cambiar nada, ni en mi vida ni en sus alrededores, si ni siquiera alcanzaba el nivel para acceder a la categoría de “arte”... que escriban los que saben o los que obtienen algún provecho de hacerlo, yo me abro.
Ahora me doy cuenta de que un buen día dejé de escribir porque dejé de pensar. “Pienso, luego escribo” era la historia; “no pienso más, no escribo más”. Llegué a sentir muy ridículo casi todo lo que había escrito, y me sentí ridículo yo mismo, porque mis cuadernos estaban repletos de basura, palabras y más palabras al pedo, tal vez algunas bien manejadas pero sin ningún sentido ni valor. Poesía no, ficción no, ensayos no, cualquier cosa que se te ocurra NO, nada de nada, pura basura. Hace un año, después de varios sin derramar una gota de tinta, estuve a punto de hacer una fogata con todos mis cuadernos (no lo hice porque Silvia, mi mujer, me detuvo, no sé si por salvar mi obra de las llamas o para evitar que hiciera mugre en el patio...).
Pero lo que me pasa ahora es otra cosa, diferente de aquella compulsión estéril, porque escribir tiene una finalidad clara, que es estar en contacto con ustedes, y a partir de ahí... me engancho bien con el teclado, y disfruto.

Ahora un poco de tango. No diría que no tengo miedos, pero sí que son cada vez menos. Yo que siempre fui un fóbico de mierda, ya no le temo a lo que no veo, ni a nada de aquello en lo que no creo, y creo tan poco, especialmente en lo que no veo... Tampoco me siento acosado como en otros tiempos por miedos “menores” (al ridículo, al fracaso, etc.). A medida que pasa el tiempo, disminuye en mí el miedo a la vida y aumenta el miedo a la muerte. Te voy a contar qué es lo que me atormenta hoy por hoy. Tengo 45 años. No soy ni joven ni viejo, pero el tiempo va en un solo sentido, siempre sumando, nunca resta ni retrocede, y no hay retorno. Entonces voy camino a la vejez, estoy más cerca de ser viejo, y es lo único que me queda, porque joven nunca voy a volver a ser. Supongo que ya viví más de la mitad de mi vida, porque no creo que llegue a los 90, y si llegara... no quiero ni imaginarlo. Tengo miedo al dolor, al sufrimiento físico, a las cagadas propias de la decadencia, pero lo que más me asusta no es eso: mi mambo peor es con la muerte. Siento que me queda poco, porque hoy el tiempo va muy rápido, y me atormente pensar que no me sobra nada y mis hijos son chicos todavía. Si por lo menos tuviera resuelta la cuestión económica, estaría más tranquilo. Pero no, ni siquiera eso...

Gabbani habló de “la escalerita del tobogán que ya terminó, y ahora a bajar...”, una imagen buenísima, muy tristemente gráfica. Ahora a bajar, tratando de tener un descenso lento y digno, haciendo presión con los pies sobre los laterales del resbaladero para conseguir un poco de “efecto freno”, porque desde que te soltás de los caños semicirculares de arriba empezás a sospechar que el final del juego está muy cerca: se baja mucho más rápido que lo se tardó en subir, y si uno piensa que no subió para otra cosa más que para bajar... Cambiemos de tema…

Estoy transitando una etapa de mi vida en la que las cosas que quisiera hacer y no puedo son menos que las que deseo no tener que hacer más. Dicho de otra manera, no me jode demasiado lo que no puedo hacer o tener: me jode lo que tengo que hacer aunque no quiera (ej.: laburar).
A veces sueño despierto, me deliro con fantasías tales como una inesperada herencia persa o un Loto para mí solo, un par de millones, y por supuesto que pienso en la casa de la puta madre, los autos, las computadoras y equipos de audio, gitarras y amps, y las mil y una boludeces que tendría; pero la mayor felicidad pasaría por la vereda de enfrente, no por lo que sí sino por lo que no: nunca más laburar (laburar es, de alguna manera, prostituir el alma), nunca más hacer lo que no me guste o no tenga ganas, y disfrutar la inmensa paz que me daría el saber que a mi mujer y a mis hijos nunca les va a faltar nada material. Si de repente mañana me pintara una guita grosa, no saldría corriendo a comprar todo lo que deseo, ni viajaría, ni nada de eso; lo primero que haría sería comprarme un piyama y pantuflas perrito, y no saldría de mi casa por lo menos hasta la primavera. Lamentablemente, no parece muy probable que algún rico y desconocido pariente persa me haya tenido en cuenta en su testamento; y que yo gane el Loto o el Quini 6 es absolutamente imposible, porque nunca juego... Pero soñar sigue siendo una de las pocas cosas gratis que nos quedan a los pobres.

Si yo pudiera vivir como quisiera... tendría más piyamas que ropa de calle. Le imprimiría un cambio radical a mis días, invirtiendo algunas cuestiones. Por ejemplo, no me acostaría para descansar, me levantaría de la cama para descansar, cuando estuviera podrido de estar echado. Dormiría unas ocho horas por día (y de día), pasaría otras ocho horas repartidas entre la TV (mirándola desde la cama, por supuesto) y la computadora, y las ocho horas restantes las dedicaría al culto de la vida familiar. Sería un bicho muy feliz si pudiera vivir en pantuflas yendo de la cama al living... y viceversa. No necesitaría mucho: un par de televisores, un equipo de audio, una PC, fasos, todo lo que me gusta tragar (si se trata de soñar, hagámosla bien: no voy a soñarme hipertenso y colesterólico), Coca Cola, y buenas yerbas pa’los mates...

Si yo escribiera (o intentara escribir) un relato de ficción, seguramente sería una
cagada. Así como nunca pude crear con la guitarra, tampoco puedo hacerlo con la lapicera (o el teclado). Resulta evidente que el problema es mi incapacidad para inventar. Puedo escribir bastante bien, desde el plano técnico, algo que tenga que ver con mi realidad, o con la realidad que me rodea (siempre con alguna realidad), puedo “decir con tinta” lo que siento o lo que pienso de una manera bastante prolija y clara, porque soy inteligente: si sé hablar correctamente y conozco los códigos del lenguaje escrito, puedo escribir tan bien como hablar, no más que eso. Se trata de un maneje intelectual. Lo que comúnmente llamamos “inteligencia” sólo tiene que ver con la capacidad de almacenar datos, la velocidad mental para procesar esos datos, y la destreza para manejarlos mediante la lógica como herramienta. Hasta ahí voy bien, sin falsa modestia te diría que me creo un privilegiado. Pero cuando se trata de crear, de inventar... cagamos, me caigo violentamente y bajo a un nivel de mogo. That’s all. Creo que está claro. Para mí resulta elogioso que alguien tan leído como Dill me suponga un potencialmente buen escribidor de cuentos y novelas, pero yo no puedo escribir ficciones, porque... serían una mierda.

Tratando de explicar mi... renguera literaria, o mi falta del talento artístico, alguna vez dije que el problema es que no se me ocurren historias, que no tengo imaginación para inventar argumentos de ficciones... Los ingredientes necesarios para escribir una buena novela, o un buen cuento, son una buena historia y una buena “técnica” natural (lo que comúnmente llamamos estilo): el que tenga esas dos cosas... que le de gracias a Dios, porque de esa combinación surge el talento (o al revés: el talento hace posible esa combinación). Yo cometí un error de apreciación (y de análisis) al reducir mi problema a la simple carencia de inventiva. No es así, no es verdad que yo no puedo escribir ficciones porque no puedo inventar historias. Muchas veces tuve argumentos en la cabeza, y no pude escribir un carajo. Entonces la cosa debe pasar por otro lado, y es más grave. Creo que debí haber sido más profundo, y decir que “no puedo escribir ficciones porque no puedo y punto”. No poder sin razones que lo justifiquen... es la razón que más justifica (y que mejor explica) ese “no poder”.

Parece que Gurdjieff no existió. Lo busqué en la Microsoft Encarta porque quería saber si escribo bien su nombre, y no aparece. Pensé que la omisión podría deberse a alguna discrepancia ideológica con Bill Gates, y entonces acudí al Pequeño Larrouse Ilustrado, y después a una enciclopedia Salvat de doce tomos, y nada, no existe. No importa: bien o mal escrito su apellido, Gurdjieff decía algo así como que los seres humanos no hacemos nada, que sólo creemos que hacemos porque estamos dormidos por naturaleza (creo), y no entendemos un carajo, pero que en realidad las cosas pasan, todo pasa por sí solo y no por influencia de voluntad alguna de los hombres.
Cito esa idea simplemente porque me vino a la mente en la fila de una caja del supermercado esta mañana, mientras pensaba en la respuesta a la parte más tentadora de ser respondida de la última carta de Gabbani. Supongo que la vanagloria, la “jactancia del propio valer y obrar”, no tiene un sentido válido, supongo que es una de las tantas manifestaciones absurdas tan propias de asnalidad humana (y de algunos otros animales: la cara de pelotudo feliz de un perro cuando te trae de vuelta el palito que le tiraste para que lo fuera a buscar hace pensar que el pobre bicho se siente Einstein por haber entendido y ejecutado tu voluntad). Sé que no elegimos nada, que no somos libres, y eso me lleva a pensar los manejes de la existencia en términos de “injusticia divina”, pero me limito la entrada a ese terreno, entre otras cosas porque no creo en dioses (ni en demonios), y no quiero bastardear mi coherencia diciendo pavadas que me son inciertas. Sin embargo me pregunto (y, si querés, te pregunto)... ¿no será preferible una sensación de gloria (vana) a la opacidad y la estrechez de un fracaso digno, aunque sólo sea una pose “aprovechadora” de casualidades por la cual uno mismo seguramente se terminará pasando la factura después? Maradona no es mejor que vos, ni que yo, ni que nadie, por el sólo hecho de haber jugado bien a la pelota. Porque no eligió sus dotes: simplemente le tocaron a la hora del reparto. Entonces no debiera sentir que tiene algo de qué jactarse. Pero lamentablemente este mundo de mierda premia algunos “valores” de manera desmedida (e injusta si se quiere), y a mí me da mucha bronca. Supongo que no somos dueños de nuestra voluntad (por lo menos yo no me siento dueño de la mía, en tanto que apenas la controlo). Y supongo que somos lo que somos aún a pesar de nosotros mismos (es decir de nuestros deseos y sueños). Supongo que todos jugamos el mismo juego, pero sólo unos pocos ganan. Y supongo también que no somos buenos ni malos en tanto no hay una posibilidad cierta de elección consciente de hacer bien o mal… pero ahí esas suposiciones entran en conflicto con mi lógica, porque si nadie lleva en sí signos de culpabilidad o inocencia… ¿qué hacemos con los Videla, con los Bush, con el vecino que te envenenó el gato porque de noche hacía quilombo en el tejado y lo no lo dejaba dormir, y con el pibe que te calzó tres tiros en el mate vaya uno a saber por qué si igual le hubieras dado la campera aunque no te boleteara? Ante semejantes ejemplos, creo que no estaría mal visto que Gabbani se jactara un poquito de ser un buen tipo, aunque serlo no conlleve ningún mérito, porque no eligió. Y porque tanto vos como yo sabemos que ni vos ni yo habríamos elegido ser un hijo de puta aunque hubiéramos tenido esa opción y la capacidad de elegirla.
Podría escribir cien hojas, y todo seguiría tan oscuro como al comienzo. Aunque no haya aclarado nada, no pude resistirme a la tentación de opinar. Pero todo esto, mas todo lo que podría decir, son apenas consideraciones relativamente superficiales acerca de las infinitas pieles que cubren al tema central, que es bastante hermético y, por lo tanto, impenetrable. Sólo puedo decir que me siento acosado por una especie de fundamentalismo natural que se da desde el vamos, desde la creación misma, y ante eso no hay nada que hacer ni decir.
Y para terminar, tratando de redondear lo irredondeable desde un ángulo de visualización caricaturesco, diría que lo único que diferencia al ser humano de las hormigas y de las cucarachas es la soberbia de suponerse poseedor de libre albedrío, la cualidad de hacer daño deliberadamente, la desorganización, y la incapacidad de sobrevivir a ciertas catástrofes nucleares (que, dicho sea de paso, son fenómenos naturales: propios de la naturaleza humana…).

Odio ir a los cementerios. En el “Jardín del castillo”, un bonito predio privado exclusivo para moradores underground, están Don Carlos Vargas y Lionel (por orden de desaparición). Silvia se copa en ir a ponerles flores a su padre y al mío, para ella es una necesidad y supongo que le hace bien. Pero yo… aunque el lugar es mucho menos sórdido que un enterradero municipal, y hasta te diría que es lindo, no me banco ir, me jode, me deprime. Prefiero recordar de otra manera a aquellos que quise y ya no están, prefiero recordarlos como eran cuando estaban vivos y bien, y el cementerio no es el lugar ideal para ello, porque me hace revivir el momento de mierda en que esos seres queridos, dentro de una caja de madera, eran depositados en el fondo de un pozo, a dos metros por debajo de la superficie. Además me bajonea mucho ver el dolor de la gente, ver a esa mujer madura con los hijos adolescentes poniendo flores en una tumba en el día del padre... me engancho muy mal con la escena, pienso que podrían ser mi mujer y mis hijos dentro de…

..el paso del tiempo (que es cruel y acelerado). Siento que hay algo desfasado entre mi adentro y mi afuera, y eso me genera conflictos, me llena de preguntas sin respuesta. Todos los días me miro al espejo sin mirarme, pero a veces me detengo a observar esa imagen de un Gustavo de 45 años con cierto desconcierto y asombro. A pesar de algunos puntos en que lo físico me hace notar constantemente que ya no tengo veinte años, ni treinta, algo en mi interior hace que me sienta el mismo que era cuando tenía veinte o treinta años, y esa imagen de veterano que me devuelve el espejo me sorprende mal, no me acostumbro ni acepto que esa sea mi cara. Siento que sea lo que sea lo que pasó junto con el tiempo, yo me lo perdí. Y veo el cambio de imagen no como algo que se dio en forma gradual o progresiva, sino como si de un día para otro hubieran pasado diez años… Es “aquel” tema, y seguramente volveré a tocarlo en algún otro momento, si es que mi mente recupera algo de luz, porque lamentablemente la cosa sigue, no se queda ahí, va siempre para adelante, dejando marcas irreversibles que siempre me encuentran mal parado para asumirlas.

A veces pienso que estoy recopado con esto pero no se muy bien por qué, y… de repente me pregunto para qué carajo sirven las computadoras… Sé para qué sirven, para qué le sirven al mundo, pero… ¿para qué carajo me sirven a mí? ¿No será una evasión más?
Hay algo que está claro y revela mucho, iluminando un punto que no es importante que quede claro, ni me interesa a esta altura de mi vida, pero… queda claro que hay una diferencia decisiva entre mi historia (antigua) con la guitarra y mi mambo actual con la computadora: a los veinte años yo decía que quería seguir con la guitarra, practicar diez horas por día como los grandes, y tocarme todo, pero en realidad se ve que no quería nada de eso: estaba al pedo en la vida, no laburaba, tenía todo el tiempo del mundo para lo que se me cantara, y sin embargo nunca me metí de lleno en la música, nunca estudié ni practiqué con la guitarra metódicamente siquiera una hora por día con continuidad por más de una semana (lo cuál hoy me parece bárbaro, una saludable economía de tiempo y de esfuerzo, ya que cualquier cosa que hubiera intentado en ese campo habría sido inútil, una batalla perdida). Ahora me pasaría diez horas por día frente al monitor de la PC, y aunque no lo hago porque no puedo, porque tengo que laburar, de cualquier manera son muchas (más de las convenientes) las horas que le dedico a esto, aún a costa de sacrificar tiempo de sueño…

Todo lo que hacemos no es otra cosa que manifestaciones de la actividad cerebral (el alma es una forma de irradiación de la mente en trance mágico). A pesar de que el genio de Einstein parezca mucho más “cerebral” que el de Mozart, por ejemplo. Me pregunto: ¿habrán sido tan distintos los cerebros de Einstein y de Mozart, o simplemente la diferencia habrá estado en los intereses y pasiones de cada uno?
Estoy sospechando que no existe el “talento para”, que el talento es una abstracción de unicidad tal que lo vuelve indivisible, algo que se tiene o no, y quien tenga talento en concordancia con un fuerte interés en lo que sea (lo que comúnmente llamamos vocación), verá ese talento encontrar el terreno propicio para germinar.
Es obvio que Bach fue un genio de la música, que Van Gogh lo fue de la pintura, etc., y está bien, es verdad, todos los genios revelaron su talento en algo puntual, en una actividad en particular. Pero me pregunto: ¿sería un delirio imaginar a Steve Jobs copado con las letras escribiendo una novela como “Cien años de soledad”, y al Gran Gabo copado con la informática inventando una manzanita?
Sea como sea esta cuestión del talento, yo quedo afuera, y sólo desde afuera me es dado mirarla, ya que pertenezco a la inmensa mayoría que no ligó un carajo a la hora del reparto de dones (“tomátelas, pibe, que para vos no hay nada”, debe haber dicho el funcionario de turno, y de una patada en el orto me depositó en este mundo sin pena ni gloria… ni genio): no tengo talento alguno, ni un fuerte interés en nada, y mucho menos aún apasionada voluntad…

En sí, la evasión no tiene signo. Evadirse puede ser bueno o malo, según las situaciones contingentes: hay evasiones y evasiones, y todo depende de lo que se evada y para qué. Es inteligente (positivo), evadir para no perder; es aceptable (neutro) evadir para distenderse; es lamentable (negativo) evadir sistemáticamente por miedo.
Creo que no es nocivo diagramar un esquema de vida que incluya evasiones programadas, momentos de escape conscientemente controlados que aporten un poco de relax mental. Especialmente si uno vive una realidad que de tan pesada se vuelve insoportable. También creo que depende de circunstancias particulares que escapar sea signo de inteligencia o de cobardía. Ante una situación ingobernable de la cuál uno sabe que difícilmente saldrá ileso si la enfrenta, escaparse es lo más sano e inteligente: no sirve de nada jugar al héroe si se perdió antes de pelear, y, fundamentalmente, si ni siquiera se tienen ganas de librar una batalla inútil sabiendo que no serviría para otra cosa más que salir lastimado. Es simple: el que juega un juego que no desea jugar sabiendo que va a perder, es idiota o está tan débil que ni siquiera tiene fuerzas para enfrentar una evasión.
El peligro real aparece cuando la evasión es descontrolada, compulsiva, inconsciente; cuando uno no le puede poner límites, y escaparse se vuelve una constante, inevitable, una costumbre que impide enfrentar y resolver hasta el más simple problema.
Acertadamente Gabbani sospecha que lo que yo llamo “otra evasión más en mi vida” tiene mar de fondo con tormenta incorporada. Pero si se trata de una evasión útil, que suma más de lo que resta, y que hasta puede llegar a lubricar las neuronas… ese tipo de evasión es, fundamentalmente, un derecho al cuál me parece estúpido renunciar.
¿Por qué está tan devaluada la palabra “evasión”? Supongo que porque se suele despojarla del signo que en su significado dual equilibra efectos, asociándola a una idea parcial: se escapan los cagones. Vivimos en una sociedad de culto al “heroísmo”: se aplaude el sacrificio inútil, absurdo… aún cuando lleve a la destrucción. Por otro lado, cuando uno se escapa del displacer, va en pos de un placer, juega un acto de libertad, y sabemos que hay un poder siniestro al que no le resulta satisfactorio ni conveniente que un engranaje del mecanismo pueda zafar de aquello que lo oprime: toda pieza, para ser funcional, “útil”, debe sentirse responsable de aquello de lo que forma parte, aún a costa de su propia integridad. Entonces ese poder siniestro despliega sutiles y complejos mecanismos que conducen al evasor hacia la culpa, y la autocondena. El que no tiene la claridad suficiente para ver esto… cagó.
Yo, Houdini

Voy a repetir una frase que dije alguna vez, porque sigue siendo descarnadamente gráfica y representa con lamentable precisión mi realidad actual: no tengo ganas de hacer ni siquiera lo que tengo ganas de hacer.

..cuando se trata de hacer un trabajo ordenado en pos de un objetivo prefijado… cagamos, ahí mi voluntad se enajena (“se vuelve ajena”).

A veces pienso que me informaron (y me formaron) mal. Me contaron un cuento que no es, una historia trucha que se parece más a una ficción absurda que a la realidad de la vida de los seres humanos. Sé que nuestros padres hicieron por ignorancia muchas boludeces con la mejor intención de criarnos bien. Ahora, a los 45 años, no puedo ser como cualquier mortal, conviviendo con la realidad de la muerte posible e ineludible al fin y al cabo. No puedo aceptar la idea de la muerte: cada vez que me acuerdo de que por mi condición biológica estoy expuesto a morirme en cualquier momento, me pongo loco, me deprimo muchísimo. Es una cagada. Pienso que sería muy bueno aceptar esa realidad, poder masticarla y digerirla, y bancármela, porque supongo que esa cuestión bien elaborada debe ser la llave para disfrutar la vida de a momentos.

Gus

1 comentario:

Veronica Garcia dijo...

..me siento mal de lo bien que me siento.. decía una amiga que se acababa de separar. Y yo estoy mas o menos igual, empezando a sentir culpa de cagarme tanto de risa de tu desgraciada historia ..si éso no es tener estilo..