Por Dill
La vida sucede sin que nos demos cuenta. Eso y no otra cosa debió querer decir Lennon en su famosa frase. En general es así. Salvo en aquellos pequeños momentos en los que somos conscientes de que algo nos está sacudiendo y un temblor de placer físico, mental o emocional nos ubica en la alegría del tránsito vital, no solemos darnos cuenta de que hay un plataforma sobre la que caminamos y se llama vida. También la muerte de alguien querido nos para por un rato en la ruta y, mientras saludamos con nostálgica tristeza al que se va, nos sentimos atravezados por la energía que nos dice: "Vos sos y estás acá, en mí: soy la ruta que aquél abandonó". Es de suponer que las rutinas cotidianas, sobretodo las que nos obligan a conseguir sustento, actúan como elemento que asordina la noción de estar vivo y darse cuenta de ello. Levantarse a una hora en la que uno desearía quedarse durmiendo, un viaje como animales al matadero (¿metáfora?), un trabajo que en la mayoría de los casos no nos conforma ni anímica ni materialmente, volver a casa lugo de ocho o nueve horas en el mejor de los casos, otra vez el hacinamiento del transporte, el cansancio y la onmipresencia del aprato siniestro llamado televicio, que rellenando los silencios colabora en la duermevela que habilita toda absorción de basura: todos esos elementos combinados, decíamos, pueden colaborar (y de hecho lo hacen con una contundencia a veces impensada) para que nuestra vida vaya pasando como quien mira los campos que se alejan desde la ventana del ferrocarril. Y sin saber que en esos campos deberíamos haber estado, lo que se dice, viviendo nosotros en lugar de mirarlos desde la ventanilla. El precio del progreso ha sido caro aunque uno duda de cómo era en otros tiempos. Pero éso no debe importarnos: el caso es que a esta altura de la historia están dadas las condiciones (materiales al menos) como para que se intentara tocar la campana que dijera: ¡todos a vivir! Y saber de esa posibilidad tan concreta y a la vez tan utópica es lo que quizás nos angustie más. Como si seres de otro planeta nos hubieran encerrado pensando que somos animales y la posibilidad de que nos liberen estuviese en el hecho de hacerse comprender con esos seres que hablan un idioma que no tenemos oportunidad de aprender (y menos ellos de aprender el nuestro, ya que para ellos solo emitimos gemidos o gritos) y decirles: "Eh, por qué no charlamo un ratito, no somos tan diferentes de Ustedes". Pero la sociedad está conformada así y se sigue reconstruyendo a sí misma con la misma inercia que la viene impulsando hace siglos. Capa tras capa de algo que se toma como lo "normal" terminaron haciéndonos creer que la vida es "así". Que ésto es lo normal. Y son tan espesos los sedimentos que se van acumulando unos encima de otros que la posibilidad de limpiar la confusión se torna, decíamos, una utopía. La televicio es, quizás, el arma más eficaz que han encontrado desde sitios de poder para establecer las coordenadas sobre las que deberemos transitar (pensar, gustar, elegir). También es responsable en gran parte de las emanaciones que se cuelan en nuestra mente para conformar una ética de valores, prioridades, buenos y malos, lindos y feos, cosas que están bien y mal. La imágen y su fuerza actúa también constantemente y sin que nos demos cuenta desde los infinitos carteles que vamos leyendo desde el colectivo, el auto o, simplemente, mientras caminamos tranquilos: pareciera que nunca estamos solos, una sociedad vigilada y controlada desde todos lados. Bajar al subterráneo (donde también hay televicios) y ver carteles de publicidad constituyen un solo paso. Hay poco espacio para pensar sin que nos piensen. Es muy difícil sacarse de encima todo el polvo que nos han venido arrojando desde hace décadas y décadas; saber hasta qué punto nuestros pensamientos son verdaderamente independientes o libres o, por el contrario, están contaminados ya a niveles patológicos. El capitalismo está, como dijo alguien, manchado de sangre y lodo de pies a cabeza. Pero su voracidad de antaño se parece a la mediocre ambición de un pequeño almacén de barrio si se la compara con lo que sucede en nuestros tiempos en donde el hecho de que miles de niños (y mayores) mueran por día pudiéndo fácilmente ser salvados con nada, y que ese hecho no nos conmueva más allá del segundo en el que lo leemos, es un indicador de la grasa acumulada en nuestro cerebro. Si un extraterrestre cayera en Sudán, por ejemplo, podría pensar que se halla en un lugar de castigo de gente que ha cometido delitos gravísimos. O si va a Irak, partes de Brasil, el Noroeste Argentino, Bangladesh, la Villa 21, por citar sitios al azar. La vida debiera vivirse como uno desea de verdad. La vida debe ser otra cosa. Lennon tenía razón.
Dill 07/07
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