Para algunos, entre los que me cuento, la música es un mundo mágico y misterioso que permite acceder a un Nirvana donde el espíritu y el cuerpo juegan el mismo juego.. misterioso y mágico.
Me pregunto.. ¿por qué me gusta lo que me gusta? ¿Casualidad, resultado de un azaroso pero inexorable proceso que puso en mi camino ciertas melodías, armonías, ritmos.. (esos, y no otros) ..en el justo momento en que mis apetitos y vulnerabilidades estaban abiertos y predispuestos a consumar una irreversible comunión para siempre? No sé, ni creo que importe. Hoy desperté con la rara idea de montar al Dr. Freud sobre un pentagrama, e indagar desde “otro lugar” los orígenes de mi historia con la música, para tratar de descubrir (si es que hay algo que descubrir) por qué me gusta lo que me gusta. Por joder nomás.
Me remonto a los comienzos, hasta donde esos comienzos son accesibles para mi memoria. Cuando era muy pequeño, en mi casa sonaban tangos de la guardia vieja. Mi abuelo tenía un tocadiscos (una vitrola, para qué andar con vueltas: soy un viejo de mierda), y también estaba la radio porteña, que a principios de los ‘60 no desplegaba un abanico de programación muy variada en cuanto a música. Pero el tango nunca me pegó bien, y entonces pienso que mi desagrado por esa música hoy puede tener mucho que ver con aquellas escuchatas a la fuerza.
Lo primero que me atrajo, lo primero que escuché con entusiasmo y hoy podría decir que fue lo que signó mi preferencia y me marcó para siempre, fue la música clásica (o "antigua de tradición escrita", como prefiero llamarla) que mi vieja tocaba en el piano. Las Partitas, las Suites Francesas e Inglesas, los Preludios y Fugas de El clave bien temperado de Bach, el Claro de luna de Debussy, las Sonatas de Beethoven, las Polonesas y los Nocturnos de Chopin, piezas de Mozart, Lizt, Rachmaninov, Schumman, Schubert.. eran un repertorio habitual, que logró captar (y cautivar) mi atención en el momento de los descubrimientos musicales.
Habrían de pasar varios años hasta que, en la primera adolescencia, un interés más fuerte y definido por la música trajera, de la mano del rock and roll, los cambios decisivos que me marcarían a fuego y para siempre. Tenía once o doce años cuando me metí en ese mundo (o ese mundo se metió en mí). Ya sonaban los Beatles en mi rancho, empezando a convertirse en la influencia decisiva. Pero el rock de pulsión más fuerte también me deslumbraba, y aunque sorprenda a muchos (incluido yo mismo), un esfuerzo de la memoria me revela que de la casi olvidada lista de canciones que sonaron en aquel momento en mi vida, es “Travelling Band”, de Credence Clearwater Revival, la que me dio vuelta como a una media, y fue el disparo inicial de una carrera que no habría de parar nunca: había descubierto el rock and roll. De esa misma época también recuerdo un tema de Steppenwolf, y la canción “American Woman” de The Guess Who. Corría 1970, estaba en séptimo grado de la escuela primaria, y fue entonces que el hermano delincuente del Gordo Reiris me habilitó algunos discos de rock and roll, entre los que había uno de Little Richard y otro de Bill Haley, que me gustaron pero.. no fue ese el palo que me partiría la cabeza. Fueron un disco de Clapton (creo que el primero como solista, de 1970) y Pappo’s Blues Vol.1 (prestados por el hermano de otro amigo), y el extraño “Pentágono” de los Rolling Stones, y Led Zeppelin II, y “Sticky Fingers” (también de los Stones), y varios de Credence, y qué se yo qué más y en qué orden cronológico, los que me llevaron a ese lugar del que, una vez conocido, nunca quise salir.
Pero en 1972 pasó algo muy fuerte, que hoy reconozco como el segundo punto trascendental en esa historia: escucho “Machine Head” (Deep Purple) y se me pudre la cabeza. Ya tenía Led Zeppelin I y II, pero fue en ese momento, con Purple sonando a mil, que decidí que quería ser guitarrista. La viola de Ritchie Blackmore me mató. Recuerdo que escuchando los solos de “Highway Star” y “Lazy”, y poco después los de “Deep Purple In Rock”, sentía como si un rayo me traspasara furiosamente, fulminante, limpio, desde la cabeza hasta los pies, clavándome al piso en un mágico ritual que me cortaba la respiración y me desarmaba. Hoy, más allá de los olvidos (naturales o intencionales), y más acá de lo que pueda pensar y decir a los 49 años, no dejo de reconocer que fue Blackmore el primero en volarme la cabeza por completo, el que me llevó a un amor de por vida con la guitarra y el Rock.
Así empezó todo. Después crucé muchas veces la calle, anduve por mil veredas diferentes, me conmoví con mucha música de otros palos, me convertí en cultor de un particular eclecticismo, pero eso es otra historia..
Me pregunto.. ¿por qué me gusta lo que me gusta? ¿Casualidad, resultado de un azaroso pero inexorable proceso que puso en mi camino ciertas melodías, armonías, ritmos.. (esos, y no otros) ..en el justo momento en que mis apetitos y vulnerabilidades estaban abiertos y predispuestos a consumar una irreversible comunión para siempre? No sé, ni creo que importe. Hoy desperté con la rara idea de montar al Dr. Freud sobre un pentagrama, e indagar desde “otro lugar” los orígenes de mi historia con la música, para tratar de descubrir (si es que hay algo que descubrir) por qué me gusta lo que me gusta. Por joder nomás.
Me remonto a los comienzos, hasta donde esos comienzos son accesibles para mi memoria. Cuando era muy pequeño, en mi casa sonaban tangos de la guardia vieja. Mi abuelo tenía un tocadiscos (una vitrola, para qué andar con vueltas: soy un viejo de mierda), y también estaba la radio porteña, que a principios de los ‘60 no desplegaba un abanico de programación muy variada en cuanto a música. Pero el tango nunca me pegó bien, y entonces pienso que mi desagrado por esa música hoy puede tener mucho que ver con aquellas escuchatas a la fuerza.
Lo primero que me atrajo, lo primero que escuché con entusiasmo y hoy podría decir que fue lo que signó mi preferencia y me marcó para siempre, fue la música clásica (o "antigua de tradición escrita", como prefiero llamarla) que mi vieja tocaba en el piano. Las Partitas, las Suites Francesas e Inglesas, los Preludios y Fugas de El clave bien temperado de Bach, el Claro de luna de Debussy, las Sonatas de Beethoven, las Polonesas y los Nocturnos de Chopin, piezas de Mozart, Lizt, Rachmaninov, Schumman, Schubert.. eran un repertorio habitual, que logró captar (y cautivar) mi atención en el momento de los descubrimientos musicales.
Habrían de pasar varios años hasta que, en la primera adolescencia, un interés más fuerte y definido por la música trajera, de la mano del rock and roll, los cambios decisivos que me marcarían a fuego y para siempre. Tenía once o doce años cuando me metí en ese mundo (o ese mundo se metió en mí). Ya sonaban los Beatles en mi rancho, empezando a convertirse en la influencia decisiva. Pero el rock de pulsión más fuerte también me deslumbraba, y aunque sorprenda a muchos (incluido yo mismo), un esfuerzo de la memoria me revela que de la casi olvidada lista de canciones que sonaron en aquel momento en mi vida, es “Travelling Band”, de Credence Clearwater Revival, la que me dio vuelta como a una media, y fue el disparo inicial de una carrera que no habría de parar nunca: había descubierto el rock and roll. De esa misma época también recuerdo un tema de Steppenwolf, y la canción “American Woman” de The Guess Who. Corría 1970, estaba en séptimo grado de la escuela primaria, y fue entonces que el hermano delincuente del Gordo Reiris me habilitó algunos discos de rock and roll, entre los que había uno de Little Richard y otro de Bill Haley, que me gustaron pero.. no fue ese el palo que me partiría la cabeza. Fueron un disco de Clapton (creo que el primero como solista, de 1970) y Pappo’s Blues Vol.1 (prestados por el hermano de otro amigo), y el extraño “Pentágono” de los Rolling Stones, y Led Zeppelin II, y “Sticky Fingers” (también de los Stones), y varios de Credence, y qué se yo qué más y en qué orden cronológico, los que me llevaron a ese lugar del que, una vez conocido, nunca quise salir.
Pero en 1972 pasó algo muy fuerte, que hoy reconozco como el segundo punto trascendental en esa historia: escucho “Machine Head” (Deep Purple) y se me pudre la cabeza. Ya tenía Led Zeppelin I y II, pero fue en ese momento, con Purple sonando a mil, que decidí que quería ser guitarrista. La viola de Ritchie Blackmore me mató. Recuerdo que escuchando los solos de “Highway Star” y “Lazy”, y poco después los de “Deep Purple In Rock”, sentía como si un rayo me traspasara furiosamente, fulminante, limpio, desde la cabeza hasta los pies, clavándome al piso en un mágico ritual que me cortaba la respiración y me desarmaba. Hoy, más allá de los olvidos (naturales o intencionales), y más acá de lo que pueda pensar y decir a los 49 años, no dejo de reconocer que fue Blackmore el primero en volarme la cabeza por completo, el que me llevó a un amor de por vida con la guitarra y el Rock.
Así empezó todo. Después crucé muchas veces la calle, anduve por mil veredas diferentes, me conmoví con mucha música de otros palos, me convertí en cultor de un particular eclecticismo, pero eso es otra historia..
Gus
1 comentario:
... y ese cultor de un particular eclecticismo será tal vez un cultor de Jazz???
Muy gráfico tu artículo. Me gustó. Es una excelente manera de empezar así, por el principio, con lo clásico, como debe ser. Creo que eso abre la puerta a todo lo demás!!
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