Sin preámbulo paliativo, sin planteos ni conclusiones, sin pena ni gloria.. debo decir que la vida me engañó. Es muy puta y, como corresponde, me cagó. O siempre apunté mal, o me tembló el pulso a la hora de apretar el gatillo, o me salieron todos los tiros por la culata.. no sé, ni me importa demasiado: ya no me engancho con análisis y disquisiciones inútiles, que sólo sirven para empastar aun más las neuronas, sin chance alguna de encontrar soluciones o salidas: no las hay.
Por eso, y por algunas cuestiones más, el 6 de noviembre los cincuenta me encontraron mal parado, contra las cuerdas, grogui. Muchas cosas que se fueron al carajo en los últimos dos años me arrastraron consigo, y no pude ser más que un triste espectador de la caída de tantos sueños.. Sueños que tenían un sustento razonable, y eso me llevó a creer que mi vida estaba resuelta, por lo menos en el plano material. Pensé que iba a llegar bien a los 50.. Error, cochino error: un tornado derrumba un imperio en segundos..
Si voy a hablar de mi apariencia a los cincuenta, creo que es necesario empezar aclarando algo: soy consciente de que navego en aguas agitadas que no me permiten ser del todo objetivo a la hora de evaluar la imagen de mí mismo que devuelve el espejo. Pero tampoco creo ser presa de una subjetividad absoluta.. Hay un poco de cada cosa: como esas aguas inquietas, me muevo entre lo cierto y lo falaz, quedando de a ratos (sólo de a ratos pero por lo menos de a ratos) en el justo nivel de la realidad.
Estoy viejo. No me perturban los números por su significante en sí, pero la realidad matemática arroja un resultado abrumador: cincuenta está tan lejos de veinte como cerca de ochenta.. Y la para nada sutil diferencia es que, más allá de esa distancia lineal medida indiscriminadamente, nos movemos sobre una recta que tiene punto de partida y una flecha que apunta hacia el único sentido posible: sólo se va hacia «adelante», donde la semirrecta algún día será segmento.. Entonces, decir que estoy a la misma distancia de los veinte que de los ochenta es una verdad sólo matemática: en la realidad, a los ochenta puedo llegar, pero los veinte pertenecen al nunca más..
Cincuenta no es un número alentador ni excitante cuando refiere la cantidad de años portados. Cincuenta alude al umbral de la tercera edad (digamos que es la segunda y media). Según qué parámetros se tomen en cuenta, a los cincuenta no se es definitivamente viejo, pero tampoco se es joven, ni se está a salvo de ser inesperadamente llamado «el viejo» por algún joven de veinte.. De cualquier manera, a los cincuenta todavía uno está en el centro de una ambigüedad extraña: un pibe de veinte te dice «señor», y un rato después una señora de ochenta te manda «joven». Me chupa un huevo, todo: señor tu abuela, joven las pelotas, no soy joven ni lo volveré a ser, esto avanza en un único sentido que me lleva inexorablemente a la vejez sin alternativas.
Pero todas estas conjeturas son puras boludeces. Lo que realmente importa es cómo cargo mis cincuenta. Importa el espejo, importa lo que mi imagen genera en los demás, importan las limitaciones físicas y cierto deterioro que no queda más que aceptar, importa como me siento..
Estoy viejo. No me perturban los números por su significante en sí, pero la realidad matemática arroja un resultado abrumador: cincuenta está tan lejos de veinte como cerca de ochenta.. Y la para nada sutil diferencia es que, más allá de esa distancia lineal medida indiscriminadamente, nos movemos sobre una recta que tiene punto de partida y una flecha que apunta hacia el único sentido posible: sólo se va hacia «adelante», donde la semirrecta algún día será segmento.. Entonces, decir que estoy a la misma distancia de los veinte que de los ochenta es una verdad sólo matemática: en la realidad, a los ochenta puedo llegar, pero los veinte pertenecen al nunca más..
Cincuenta no es un número alentador ni excitante cuando refiere la cantidad de años portados. Cincuenta alude al umbral de la tercera edad (digamos que es la segunda y media). Según qué parámetros se tomen en cuenta, a los cincuenta no se es definitivamente viejo, pero tampoco se es joven, ni se está a salvo de ser inesperadamente llamado «el viejo» por algún joven de veinte.. De cualquier manera, a los cincuenta todavía uno está en el centro de una ambigüedad extraña: un pibe de veinte te dice «señor», y un rato después una señora de ochenta te manda «joven». Me chupa un huevo, todo: señor tu abuela, joven las pelotas, no soy joven ni lo volveré a ser, esto avanza en un único sentido que me lleva inexorablemente a la vejez sin alternativas.
Pero todas estas conjeturas son puras boludeces. Lo que realmente importa es cómo cargo mis cincuenta. Importa el espejo, importa lo que mi imagen genera en los demás, importan las limitaciones físicas y cierto deterioro que no queda más que aceptar, importa como me siento..
Para explicar mi malestar ante los insípidos cincuenta, voy a partir de una serie de premisas que me propongo presentar como pruebas irrefutables de mi vejez sin atenuantes. Detalles no menores que dejarán claro algo.
Lo que más me jode de tener cincuenta años no es nada de todo lo que se podría suponer que debiera joderme (y que, de hecho, también me jode). Lo que más me jode es tener cincuenta años y parecer un tipo de cincuenta años. Tal vez porque no estaba acostumbrado: durante casi toda mi vida, siempre aparenté menos edad de la que tenía. A los cuarenta, todavía parecía un tipo de.. a lo sumo treinta, o como mucho treinta y tres. Pero algo pasó en los últimos años. No sé exactamente qué ni cuándo, seguramente la metamorfosis se tomó su tiempo, esas cosas no pasan del un día para otro.. Algo pasó, y de pronto el espejo y las personas empezaron a revelarme que ya no seguía pareciendo más joven de lo que era. Una mierda, una real mierda, pero sucedió y no hay nada que se pueda hacer para revertirlo: de pronto en muy poco tiempo me cayeron encima, en la imagen, todos los años que parecía tener de menos.. Entonces, es lógico que me sienta mal, molesto, como el culo: envejecer diez años o más en dos o menos, es demoledor para cualquiera. Porque si eso no hubiese pasado, hoy sería «un viejo de cincuenta que parece de cuarenta».. y así los cincuenta habrían llegado con vaselina.
Lo que más me jode de tener cincuenta años no es nada de todo lo que se podría suponer que debiera joderme (y que, de hecho, también me jode). Lo que más me jode es tener cincuenta años y parecer un tipo de cincuenta años. Tal vez porque no estaba acostumbrado: durante casi toda mi vida, siempre aparenté menos edad de la que tenía. A los cuarenta, todavía parecía un tipo de.. a lo sumo treinta, o como mucho treinta y tres. Pero algo pasó en los últimos años. No sé exactamente qué ni cuándo, seguramente la metamorfosis se tomó su tiempo, esas cosas no pasan del un día para otro.. Algo pasó, y de pronto el espejo y las personas empezaron a revelarme que ya no seguía pareciendo más joven de lo que era. Una mierda, una real mierda, pero sucedió y no hay nada que se pueda hacer para revertirlo: de pronto en muy poco tiempo me cayeron encima, en la imagen, todos los años que parecía tener de menos.. Entonces, es lógico que me sienta mal, molesto, como el culo: envejecer diez años o más en dos o menos, es demoledor para cualquiera. Porque si eso no hubiese pasado, hoy sería «un viejo de cincuenta que parece de cuarenta».. y así los cincuenta habrían llegado con vaselina.
Sí, hasta los cuarenta yo estaba como si hubiera hecho un pacto con el diablo. Ahora.. estoy como si el pacto se hubiese disuelto: el diablo también me cagó.
Gus
No hay comentarios.:
Publicar un comentario