Para G
Julio Cortázar decía algo así como que había que crecer pero sin dejar de escuchar al niño que fuimos (y no sé por qué empariento esa manera de pensar a la frase del Che que decía que había que endurecerse sin perder la ternura jamás). Como en otros aspectos de la vida pienso que lo anterior puede, de alguna manera, alentarse, "trabajarse" o al menos intentarse, pero en definitiva creo que es algo que se tiene o no. Digo: el niño que fuimos, el adolescente que nos habitó, estará más cerca o más lejos de estos adultos en los que nos hemos convertido debido más que nada a aquellos azares que conformaron nuestra personalidad y nada más (al menos hasta que algún científico malhumorado "descubra" que hay un gen que en algunos impulsa a ese niño-adolescente para que intente asomar sus travesuras a través de nuestros ojos de hombre). Mientras tanto doy gracias al espíritu que las merezca por tener siempre al alcance de mi mirada a ese infante que no me tira piedras sino que me convida a estar con él , a ese jóven que no deja de tener veinte años y todos los deseos del mundo y me dice "soñemos" y no "viejo de mierda". Algunos juegos de la infancia prefiguran al adulto que seremos: no puedo olvidar una fotografía (que aún conservo) de unos carnavales de cuando tenía diez años. Estamos con los pibes del barrio disfrazados mirando de costado ya que el sol de la tarde nos hería los ojos en aquella calle de Lanús: mi hermano de payaso, Miguel de espantapájaros, uno se había pintado con corcho quemado la cara y decia que él era un Negro y otro era un fantasma de clásica sábana agujereada en los ojos. Yo me había pintado, también con corcho, una barba y unos bigotes, había conseguido una camiseta media rota, había recortado unos "vaqueros" que ya no usaba y dejado las hilachas colgantes y me había puesto mis zapatillas Flecha. Hasta aquí imposible descifrar de qué corno estaba yo disfrazado. Pero éso lo resolví escribiendo en la camiseta con carbón y trazos gruesos y en diagonal hacia abajo la palabra que le daba nombre a mi disfraz y a lo que yo quería ser: yo escribí con temblorosas letras en el pecho de esa camiseta la palabra "Hippie". Eso quería ser yo a los diez años (pleno auge del hippismo -y de mi infancia-). Y estoy orgulloso de ese disfraz (de ese deseo temprano). Porque "Hippie" en mi mente infantil quería decir libertad, cosas espirituales, música, cagarse en los convencionalismos, amor, juegos y risas que esos grandotes, esos "viejos" de veinte, treinta, ostentaban con alegría en el barro de Woodstock. No se parecían a esos otros "viejos" a los que les gustaba vestirse de traje y corbata, que se habían olvidado de jugar, que estaban todo el tiempo con la seriedad de los serios, que buscaban tener cada vez más dinero y más cosas y que ya nunca más iban a abrir la puerta para encontrar maravillas en el país de Alicia. Mantener el niño cerca de nuestra carne que va conociendo las pequeñas y tenaces arrugas y canas me parece que hace la vida más apetecible. No he cambiado mucho desde mi adolescencia, he tratado de mejorar lo mejorable y no empeorar lo empeorable, me llena la vida la música y trato de abrir siempre la mejor puerta que existe y que se llama fantasía: allí no hay juegos prohibidos para ningún cincuentón. Sigo teniendo los mismos ideales y casi los mismos poquísimos amigos de entonces. No alejarse del niño que fuimos y seguir pensando como Spinetta: que "Dios es un mundo en el que amar es la eternidad que uno busca" son dos de mis banderas más queridas. Yo todavía soy aquél disfrazado de hippie. Quizás sea ése el logro más importante de mi vida de "adulto" y eso, aunque no me haya costado ningún esfuerzo, me enorgullece.
Dill
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